martes, 23 de julio de 2013

"Anna, en dos minutos".



(Anna Larina)


Por una ínfima hendija –la que estaba 
en el baño, en ese baño que no era sino un agujero cada vez más horadado por los excrementos y los líquidos de todas y de cada una de las mujeres presas- Anna lograba mirar hacia fuera, hacia lejos, hacia más tarde, hacia después. Eran exactamente dos minutos al día los que le daban para deshacerse de lo poco o nulo que en el cuerpo le sobraba. Una concesión de la mezquindad y del espanto. A las 7.15 de la mañana. 

Cuando en un algún sitio se calcula el tiempo de la defecación que le corresponde a una persona, es que ya se ha suprimido el tiempo y se han destrozado las personas. 

Pero Anna amaba ese momento, tanto como amaba poder conversar dos minutos con la cocinera en ese pasillo helado donde se encontraban y desencontraban fugazmente a las 17.15 de la tarde. 

Un día era eso mismo: el instante de la orina y la mierda con la mirada lejos; el instante de las poquísimas palabras que se desplegaban. El resto del tiempo era la soga al cuello, el trabajo forzoso y forzado, la nieve como espanto acostumbrado, el pensamiento que sólo piensa apenas para eludir lo siniestro, el silencio atroz de toda la verdad inconfensable. 

Durante los dos minutos en el baño Anna recitaba sin voz, en su cabeza, sus debilitados poemas, para no olvidarlos. ¿Cuánto de poesía cabe en ciento veinte segundos? Anna lograba recitar exactamente tres poemas suyos, cada vez los mismos, cada vez los distintos. Su estómago por un lado, sus palabras por el otro. Como en una escisión vital Anna debía descargar los trozos de mendrugos enalteciendo con su boca cerrada todos los demás sonidos. 

Durante los dos minutos en que podía conversar con la cocinera, elegía muy bien las palabras a decir y las palabras a escuchar. Era una cosa o la otra: a veces era un minuto para escuchar cualquier cosa y otras veces un minuto para contar algo. Cuando hay sólo dos minutos: ¿es mejor escuchar o hablar? ¿Sentir aquello que podría ser la última frase, la última voz? ¿O intentar dejar un rápido y vertiginoso testamento? 

Cualquier cosa es mucho más que un silencio de décadas; cualquier cosa lo es todo frente a la ignominia; cualquier cosa pone en marcha el corazón y despliega los pulmones, los oídos; cualquier cosa dicha que dure un par de minutos. 

Decir: “¿Has visto como se juntan las hojas de los árboles y se arremolinan danzando en el mismo sitio, sin quitarse de allí ni añorar el paso del viento?”.  

O decir: “Ayer por la noche tuve un recuerdo que no puedo confesártelo, que hizo que me acariciara el pelo, buscara mi vientre, me escapase lejos y regresase sin que nadie lo advirtiera”. 

Escuchar: “Haré una carne con las reses muertas agolpadas en el campo. Una carne que no será roja y que tendré que machacar durante horas y horas”. 

O escuchar: “Si algún día regreso a casa le pediré a mi marido que me haga cuatro hijos y me cocine durante cinco días seguidos”.   

Dos minutos a través de una hendija donde sólo es posible apoyar un ojo o una boca, pero no los dos al mismo tiempo.

Dos minutos en el baño. O a lo largo de un pasadizo helado. 

Dos minutos para escuchar. O para decir. 

La vida no es otra cosa que la irremediable y entrañable duración de dos minutos. 

8 comentarios:

  1. Conmueven las muertes que reviven en tu relato...

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  2. Llevo más de dos minutos sollozando en silencio. Gracias por tu relato, me hizo bien llorar por tus palabras escritas, por las mías no dichas.
    Un fuerte abrazo.

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  3. ..La vida no es otra cosa que la irremediable y entrañable duración de dos minutos...
    ( solo un suspiro )

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  4. Me conmueve como un sismo..ya no puedo ser la misma despuès de esta lectura.

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  5. Hermosas palabras para recubrir y hacer velo sobre lo espantoso, cruel e indecible.
    Gracias por compartirlas.

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  6. Gracias Gramiza, el sismo que nos hace vivir. Gracias Valeria, aún intentando que el velo no distraiga, ni enceguezca.

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  7. Gracias Leo, como siempre. Por compartir el sollozo.
    Gracias Matías, como cada vez, por ser cómplice de las lecturas.
    Gracias Tókyra, para que la muerte no insista.

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